Nuestro jardín

Imaginemos por un momento que tenemos un maravilloso jardín y que, por fortuna o por desgracia, somos los únicos responsables de cuidarlo. El paso de los días al frente de nuestro jardín nos lleva a plantearnos diversas cuestiones: ¿acaso todas las plantas necesitan las mismas atenciones? ¿por qué si a esas de la esquina les dedicamos tanto tiempo están tan mustias? ¿Quizá tenemos demasiadas plantas y no somos capaces de mantenerlas todas como se merecen? Pero, ¿y si eliminamos algunas plantas y las pocas que tenemos se marchitan? ¿Qué nos quedaría entonces? Por si fuera poco, resulta que en cada uno de los rincones de nuestro jardín crecen malas hierbas. Éstas, además de no resultar en absoluto estéticas, se encargan de recordarnos cada mañana que nuestro jardín está lejos aún de la perfección que perseguimos. Por ello, empezamos dedicando una hora diaria a eliminarlas, pero parece que cuanto más lo hacemos, más rápido crecen. Nadie quiere malas hierbas en su jardín, así que empezamos a dedicar más y más tiempo a erradicarlas, hasta el punto de que nuestra jornada acaba estando centrada íntegramente a la eliminación de tan esquivas enemigas. Tanto tiempo les dedicamos, que hemos terminado por descuidar el resto de plantas, flores y árboles que con tanta ilusión y mimo habíamos plantado. Y pese a todo, ahí siguen las malas hierbas…

Nuestro día a día no se aleja mucho del cuidado de éste jardín imaginario. Por un lado, nuestra historia de aprendizaje y nuestros propios valores están detrás de aquellos aspectos de la vida que queremos cultivar, podar y regar. A veces no somos capaces de hacernos cargo de todos a la vez; otras veces, cambiamos los planes en función de las circunstancias; incluso muchas veces nos lleva toda una vida aprehender hasta qué punto nuestros propios valores señalan en una dirección sustancialmente distinta de la que nuestra conducta diaria sugiere.  Además, por si fuera poco, la vida está salpicada por una gran diversidad de miedos, inseguridades, dudas e incertidumbre con respecto al futuro, del mismo modo que el jardín se encuentra emborronado por las malas hierbas.

Resulta paradójico que, cuanto más tiempo dedicamos a eliminar aquellos aspectos que pudieran amenazar el aspecto de nuestro idílico jardín en el futuro, más descuidado se mostrará ante nuestros ojos y menos tiempo dedicaremos a las cosas que realmente son importantes en el aquí y en el ahora.

El aquí y el ahora

Está claro que los seres humanos (quizá no de manera exclusiva) hemos evolucionado de la manera que lo hemos hecho gracias a nuestra capacidad para integrar aprendizajes que nos permiten adaptarnos al contexto en el que vivimos y, de esa forma, anticipar el futuro. Mediante nuestras experiencias propias, las ajenas y las consecuencias que están han tenido a lo largo de nuestra ontogenia, somos expertos en realizar pronósticos con una tasa de aciertos más que aceptable. Esta capacidad nos permite dirigir nuestras propias conductas en la dirección que entendemos correcta, protegiéndonos en muchos casos de imprevistos y experiencias negativas. Pero, ¿resulta esto siempre útil?

Existe una diferencia sustancial entre el hecho de intentar prepararnos para dar una respuesta certera a las (posibles) circunstancias futuras y naufragar en la necesidad de controlar absolutamente todas las variables de las que dependen nuestros entornos inmediato y extenso. Sin embargo, no son pocas las ocasiones en las que perdemos las referencias y nos resulta complejo enfocar correctamente la línea que separa lo natural y funcional con lo problemático. Cuando sobrepasamos ésta línea, dejamos de utilizar nuestra historia de aprendizaje para realizar anticipaciones constructivas y empezamos a deambular entre las posibles amenazas y peligros que nos podrían aguardan en el futuro, provocándonos una importante sensación de angustia y de bloqueo. Al llegar a este punto, estamos dándole un poder superlativo a estas anticipaciones, muchas veces catastrofistas: las estamos haciendo presentes y reales. A partir de ese momento, el sufrimiento vinculado a esa pérdida de control pasa a ser real y comienza a controlar nuestro momento presente, paralizándonos y encaminando nuestras propias acciones a una suerte de profecía autocumplida, en la que nos comportamos como si ese futuro anticipado ya fuera una realidad en el presente.

Una nueva compañera de viaje

Nuestra biografía está repleta de momentos en los que, de una forma u otra, tenemos que pasar por situaciones que nos generen cierta incertidumbre. Sin embargo, lo que no es tan común es que nos tengamos que enfrentar a épocas en las que todas las esferas de la sociedad tienen que convivir de manera continua con la incertidumbre durante un largo espacio de tiempo. Situaciones como la causada por la covid-19 ponen en jaque nuestras costumbres, nuestros planes de ocio, nuestra salud y la de nuestras familias, nuestros puestos de trabajo tal cual los conocíamos o las rutinas de escolarización de nuestros menores. De la noche a la mañana todo cambia, y la incertidumbre pasa a estar presente en cada minuto de nuestras vidas. Bien es cierto que para algunas personas esta situación no resulta especialmente aversiva, ya sea por su propio ritmo de vida o por su propia tolerancia a dichos estresores, pero no son pocas las que, de una manera u otra, han tenido que replantear su forma de afrontar el día a día tras la llegada de la pandemia.

Desde la psicología cometeríamos un tremendo error si renunciáramos al estudio de la casuística de cada persona creando una lista genérica de pautas para convivir con nuestra nueva compañera de vida. No obstante, sí que nos atrevemos a extraer una serie de reflexiones, basadas en los principios básicos del aprendizaje, que bien podrían ayudarnos a lidiar con la incertidumbre imperante en tiempos de coronavirus:

Ana Lozano, psicóloga

Manuel Martínez, psicólogo